Revista Proza

Más que historias

THERESE

Aquí estoy, en una ciudad extraña, a miles de kilómetros de mi hogar, sangrando, a punto de morir.

Recuerdo con mucha claridad aquel día de 1906 en que llegamos con mi esposo Víctor al puerto de Buenos Aires. Nuestras valijas estaban colmadas de esperanzas, pero también de incertidumbres. ¿Qué será de nuestras vidas en este país tan alejado de Europa?, ¿habrá valido la pena tanto esfuerzo sólo para honrar compromisos empresariales de la familia de Víctor?, ¿volveremos a Köln tal y como nos fuimos?, ¿volveremos?

El viaje al pueblo de Campana aplacó nuestra ansiedad, los hermosos paisajes que se descubrían a través de las ventanillas del ferrocarril destrozaban cualquier paradigma de belleza europea que hubiera en nuestras pupilas. El vapor blanco de la locomotora se perdía entre los tonos verdes y marrones de sus pajonales. La formación serpenteó entre las barrancas y los bañados del río Luján por más de dos horas. De repente, intempestiva, la mansión de los fundadores del pueblo de Campana apareció casi colgada de la barranca. A pocos metros de allí, entre carretas navegando en el lodazal y grandes fábricas que masticaban obreros grises nos esperaba nuestro nuevo hogar.

Con los pensamientos confusos, inmersa en un lago de mi propia sangre, recorro los detalles de la casa desde el piso. Aquí pasamos trece años, aquí abandonamos algunas palabras en idioma alemán y adoptamos las mañanas de mates y pan fresco. Puedo reconocer la mesa donde cenamos todas estas noches, el retrato de mi madre sobre el aparador y la fonola que tantas veces me llevó a los brazos de mi padre al escuchar alguno de los discos de mi infancia. Aunque lejos de los ojos, mis padres siempre estuvieron cerca del corazón.

Víctor dedicó sus años a salvar los negocios que su familia tenía con la nueva refinería local y yo, según sus palabras, sólo podía ayudar ocupándome de los quehaceres domésticos. Mi mente se apaga y ya no puedo recordar mis anhelos o mis sueños, mi vida está a punto de acabar.

Esta noche hace calor. Víctor no habló desde que llegó, sólo mantuvo la cabeza inclinada con el ángulo suficiente para que sus ojos puedan perderse en el fondo del plato. Quizás tenga algo para decirme ¿Querrá repetir aquél viaje en buque que hicimos hace algunos años? ¿Será otra horrible noticia que llegó desde Europa? Todo es silencio. Es la madrugada del primer día de diciembre. Una explosión estremece mis músculos. Todo es confuso para mí. Me ahogo. La sangre sale de mi cuerpo. Él está a mi lado. Mis ojos se apagan y su silueta será lo último que vea de este mundo. En la oscuridad de la muerte puedo oír una vez más, la música de la fonola de la sala de estar: “Dem auge fern, dem herzen nah!”

Fui Therese Malisek, ciudadana alemana emigrada a Argentina en 1906. Fallecí el primero de diciembre de 1919 por una herida de arma de fuego. Conmigo estaba mi esposo Víctor Carstanjen. Estas líneas podrían ser parte de la realidad o podría ser un invento que sólo ata algunas certezas, ya no lo recuerdo. La verdadera historia quedó sepultada junto a mí, en el cementerio de Campana.

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